LA PERDONANZA

Perdonanza es un término antiguo que significa indulgencia y tolerancia. El sufijo "anza" añadido a perdón, significa "perdón en acción". En este libro se quiere analizar ese perdón en su extremo más difícil, el perdón de los enemigos.

Dicen que todos sabemos perdonar, aunque perdonar a los enemigos es algo que nos cuesta hacer. Si alguien nos causa un grave daño físico o moral, o a un ser querido, olvidar y perdonar es muy difícil, hasta el punto que hay personas que se llevan el agravio a la tumba. Para entender "la perdonanza", hay que mirar el perdón desde otros puntos de vista. Si decimos que perdonar es "dejar de estar enfadado o resentido (hacia alguien) por una ofensa, falta, o error", resulta que la persona que consigue perdonar, es la primera beneficiada, ya que deja de estar enfadada o resentida. Se trata de pensar o poner el centro de atención, en la persona que perdona y no en el ofensor, del que también nos ocuparemos. Dejamos de estar encadenados al ofensor y nos sentimos libres.

Si nos lo proponemos, perdonar a los enemigos, requiere práctica y es algo que podemos conseguir. Dejaremos de vivir con odio, rencor y angustiados por el miedo a lo que nos suceda. "La perdonanza" nos ofrece ser pacíficos, tolerantes y comprensivos. Al mismo tiempo, mejoramos nuestras relaciones personales y conseguimos la paz interior. Sólo tenemos que intentarlo.

martes, 8 de septiembre de 2009

LA HISTORIA QUE DEJO DE SER

Esta historia me la contó una persona, compañero de asiento, con la que coincidí en un vuelo de avión a Londres. De una forma que no recuerdo, empezamos a charlar sobre mil cosas y poco a poco la conversación se volvió más trascendental. Procuraré contarlo tal como él me lo contó y aunque pueda parecer mentira a aquellos que me conocen, trataré de no añadir ni quitar nada de la historia, pues seguro que la haría desmerecer.

Al parecer esta persona, a la cual no he vuelto a ver, vivía en una urbanización de chalets, de las numerosas que hay en la zona noroeste de Madrid. Pues bien, hace más o menos cuatro años, una pareja que tenía de vecinos, (no me acuerdo de los nombres pero les llamaremos Federico y Ana), se separaron después de 15 años de matrimonio. Ambos trabajaban y tenían dos hijos, el mayor de 12 y la pequeña de 8 años y la historia no tendría nada de diferente de otras muchas, si no fuera por las circunstancias que rodearon los hechos, en especial para la pobre Ana.

Sólo hacía quince días que la Policía había llamado a la casa de Ana, para informarla que su padre, de 70 años de edad, se había suicidado en su domicilio. Su padre que vivía solo, no había conseguido superar la muerte de la madre de Ana, dos años antes. Había caído en una fuerte depresión que le llevó a su fatal destino. Ana, se sentía culpable de no haberle prestado atención, pues ella también estaba atravesando malos momentos en su matrimonio y además con problemas en su trabajo, lo cual pensaba que no era excusa suficiente para no haber estado más cerca de su padre y prestarle atención y cariño. Seguro que se murió pensando que tenía una mala hija y eso es lo que pensaría más de un familiar cercano y muchas de sus amistades.

Pasaron los siguientes días con el entierro, los trámites judiciales, los asuntos de la casa de su padre, papeleo, etc., que la dejaban molida pero que no conseguían hacerle olvidar el hecho de que su padre era un suicida. Y en ese estado de ánimo, unos pocos días más tarde, Federico la dice que tiene que hablar de un tema serio con ella. Los chicos ya se habían acostado y con la lógica preocupación, se sentaron en su sala de estar. En pocas palabras, Federico la dice, que como ella también es consciente, su matrimonio es un fracaso; que entiende que no son los mejores momentos, pero que está enamorado de una vecina, que vivía sola en su misma calle, unos cuantos chalets más abajo, a la cual ella perfectamente conocía y que había decidido separarse e irse a vivir con ella. Le confesó que llevaban más de un año teniendo relaciones y que pensaba que tenía derecho a rehacer su vida amorosa.

A todo esto, Ana llena de perplejidad, no se podía creer lo que estaba oyendo. Veinte años juntos, cinco de novios y quince de casados. ¡Pero qué le estaba diciendo! Y en ese momento estalló. Empezó a gritar, le dijo de todo, le insultó, le hizo reproches, hasta que un llanto convulsivo la impidió hablar. Aparecieron sus hijos alarmados y no es difícil imaginarse el cuadro. Y de pronto hizo algo de lo que luego se arrepintió. Delante de sus hijos, se puso de rodillas, y empezó a rogarle que no la abandonará, que haría lo que él quisiera, que no podría soportarlo.... y arrastrándose lo repetía una y otra vez, ante la indiferencia de su marido.

Al día siguiente, Federico recogió sus ropas y alguna pertenencia personal y como en una mala película, hizo el traslado en un par de viajes a una casa un poco más lejos. Ana, que obviamente no había pegado el ojo en toda la noche, llamó al trabajo, diciendo que no se encontraba bien y que no podía ir. No sé como pudo tener fuerzas para despedir a sus hijos que se iban al colegio y a continuación se metió en la cama, completamente hundida.

Y en su desesperación, no se la ocurre otra cosa, que levantarse e ir a la casa de su vecina, donde Federico no estaba, porque se había ido a trabajar.
Y allí se repite más de lo mismo: insultos y luego rebajarse pidiéndola que no siguiera con su marido. La vecina zanjó la situación echándola de su casa y pegando un fuerte portazo, la amenazó con llamar a la Policía si volvía a presentarse en su domicilio. Iba a ser la comidilla de la urbanización.

Los días siguientes los sobrellevó como pudo. Informadas las familias de ambos, Ana llegó incluso a pedir a su suegra que tratara de convencer a su hijo para que volviera con ella, lo cual no tuvo ningún efecto. Y para colmo, le tenía allí mismo, a dos pasos de su casa.

No teniendo más remedio que volver al trabajo, para colmo de sus desdichas, le dan otra mala noticia. La agencia de publicidad para la que trabajaba, había perdido unas cuentas importantes y no tenían más remedio que despedirla. Ana no se lo podía creer. Tanto y en tan poco tiempo, no podía ser verdad. Pero lamentablemente así fue, y a los pocos días recibió la indemnización y se tuvo que apuntar al paro.

Pasaron los meses, y su vida la parecía el infierno. Había adelgazado más de 10 kilos, tomaba pastillas para poder dormir y las relaciones con sus hijos, como es de imaginar, empeoraron. Éstos no estudiaban, empezaron a sacar malas notas y encima la hacían culpable de la situación que estaban atravesando. Su vida era monótona, se limitaba a realizar las tareas de la casa y hacer lo imprescindible para atender a sus hijos. Las relaciones con Federico cada vez eran peores y menos mal que por lo menos atendía sus obligaciones como padre.

Pasaron así aproximadamente cuatro años y un sábado, que los niños se habían ido con su padre, Ana estaba tomando el sol en la terraza. Estaba ensimismada pensando en sus cosas cuando un pensamiento le vino a la cabeza: “el perdón es la llave de la felicidad”. ¿Dónde lo había leído? No lo podía recordar. ¿A quién se lo había oído?. Tampoco lo recordaba. ¿Cómo era posible perdonar?. Su corazón estaba lleno de rencor y amargura. Y entonces, quizás debido al calor del sol, se adormeció...

Interrumpiendo su relato, mi vecino de asiento, me dijo que trataría de contarme lo que sucedió, tal como a él se lo contó directamente Ana.

“Cuando me desperté, era como si en mí cabeza hubieran desaparecido las negras nubes que la ocupaban. ¿Cuál era la realidad de mi vida?. Era todavía una persona joven, en los cuarenta, no demasiado agraciada pero todavía de buen ver. ¿Y qué tenía enfrente? Un ex -marido que no iba a volver conmigo. ¿Porqué no lo aceptaba?. La realidad es terca y testaruda, pero eso es la realidad. ¿Iba a seguir siendo la víctima?, llevaba mucho tiempo siendo la víctima y eso era agotador. Además, ¿de que me servía?, cuatro años y no había conseguido nada. ¿lo conseguiría algún día?, ¿cambiarían las cosas?. Federico había rehecho su vida y yo seguía con la idea de que algún día volvería. Y esa idea, alejada de la realidad, era la que me hacía vivir una vida insoportable, y me hacía sentir miserable. ¡Era sólo una idea!.

Y en ese momento lo vi todo claro: ¡mi vida dependía de mi misma!. Quién tenía que regresar era yo a mí misma. Eso fue como un revulsivo. Tenía una vida a la que tenía que volver y también tenía que regresar a mis hijos, que eran los principales perjudicados por mi actuación. ¡Qué equivocada había estado!. Y entonces, una plácida sensación de quietud recorrió mi cuerpo y como acto reflejo el sentimiento del perdón llenó mi corazón. En mi mente, viendo a Federico, le perdoné, por completo, y suavemente empecé a llorar.

Mi ex había hecho la elección que mejor creyó para su vida y no lo que yo le había querido imponer. Él era responsable de su felicidad y yo de la mía y todos los sufrimientos posibles no cambiarían ese hecho. Al final comprendí que eran mis propios pensamientos los que me hacían sufrir en el presente por algo que había pasado en el pasado. Yo me estaba torturando y tratando de ganar la simpatía de los demás haciéndome la víctima. Las desilusiones pasadas y las privaciones que percibía eran el medio por el que intentaba reparar mi herido amor propio. Federico me había dejado una vez, pero a continuación yo me había dejado a mi misma cientos de veces. Y al mismo tiempo a mis hijos”.

Según me contó mi compañero de viaje, las cosas empezaron a ir mejor en la vida de Ana. Recuperó la relación con sus hijos, jugando más con ellos y haciendo actividades juntos. Ha encontrado un trabajo en otra Agencia y está contenta con su trabajo y la nueva empresa. Incluso las relaciones con Federico han mejorado y valora las ventajas de que siga estando cerca, para que siga atendiendo a sus hijos.
Eso sí, todavía no había encontrado pareja, pero como todo el mundo, probablemente encontrará la persona a la cual dará su amor. Tiene derecho a ello, pero eso... ya no es historia.