LA PERDONANZA

Perdonanza es un término antiguo que significa indulgencia y tolerancia. El sufijo "anza" añadido a perdón, significa "perdón en acción". En este libro se quiere analizar ese perdón en su extremo más difícil, el perdón de los enemigos.

Dicen que todos sabemos perdonar, aunque perdonar a los enemigos es algo que nos cuesta hacer. Si alguien nos causa un grave daño físico o moral, o a un ser querido, olvidar y perdonar es muy difícil, hasta el punto que hay personas que se llevan el agravio a la tumba. Para entender "la perdonanza", hay que mirar el perdón desde otros puntos de vista. Si decimos que perdonar es "dejar de estar enfadado o resentido (hacia alguien) por una ofensa, falta, o error", resulta que la persona que consigue perdonar, es la primera beneficiada, ya que deja de estar enfadada o resentida. Se trata de pensar o poner el centro de atención, en la persona que perdona y no en el ofensor, del que también nos ocuparemos. Dejamos de estar encadenados al ofensor y nos sentimos libres.

Si nos lo proponemos, perdonar a los enemigos, requiere práctica y es algo que podemos conseguir. Dejaremos de vivir con odio, rencor y angustiados por el miedo a lo que nos suceda. "La perdonanza" nos ofrece ser pacíficos, tolerantes y comprensivos. Al mismo tiempo, mejoramos nuestras relaciones personales y conseguimos la paz interior. Sólo tenemos que intentarlo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

EL GORDO DE LA LOTERIA

Esto es un cuento judío que seguro conocéis, en versión libre original, y que nos viene bien recordar por la época en que nos encontramos. Nuestro héroe se llama Alberto, y mirándole de frente, veréis que ya tiene algunas entradas, y aunque todavía no es mayor, ya peina canas. Está casado desde hace más de veinte años y como muchos matrimonios de su época, se conformaron con “la parejita”, de los cuales el chico mayor está a punto de entrar en la Universidad. Trabaja en una compañía de seguros, en el departamento administrativo y su vida transcurre de una forma de lo más anodina y simple.

Pues mira por donde, una noche cualquiera hace una semana, Alberto tuvo un “sueño lúcido”, de esos en que uno es consciente de estar soñando, y podía darse cuenta y rememorar con claridad lo que estaba viviendo. Alberto había entrado en una de esas librerías antiguas cerca del Rastro, de las pocas que aún quedan por Madrid, y según iba echando un vistazo a los títulos de los libros, colocados en estanterías sin mucho orden ni concierto, no podía por menos de fijarse en el que parecía el dueño del local, un viejo con una blusón largo, algo raído y desteñido. Después de un buen rato, el viejo un poco renqueante se le acerca y de repente le dice:
“¡Pero todavía no ha encontrado Vd. un libro!”
Alberto, algo confuso, asintió con la cabeza, y el viejo, con mirada condescendiente, le apuntó:
“Busque Vd. en ese primer libro de la estantería que tiene a su derecha. Si encuentra algo de interés no se lo puede llevar, porque ese libro no está a la venta”, y se alejó rezongando algo que Alberto no supo entender.

Alberto pensó que no perdía nada por seguir el consejo, así que cogió el libro que le había indicado el viejo. Se acercó a un punto que había más luz y pudo observar que tenia entre sus manos un libro encuadernado en rústica al que le faltaba la cubierta original, gastado y sucio, cuyo título le sorprendió: Jeux de Calcul et de Hasard. Se trataba de un manual sobre los juegos de azar, escrito por un tal M. Lebrun, de 1840 y editado en París.

Alberto se entretuvo hojeando el libro que versaba sobre juegos de cartas, de dominó, damas, ajedrez, etc., cuando entre sus hojas un papel escrito a mano, llamó su atención.
Sería del tamaño de un billete de lotería, escrito con historiada letra, en el cual se podía leer:

Este año el número de la lotería del Gordo de Navidad
es el que encontrarás en el reverso.

Con mano algo temblorosa, dio la vuelta al papel y allí estaban: cinco números, claritos, redondos, inolvidables….

Alberto estaba confuso, había entrado de casualidad en una tienda, y el librero le había dirigido a un libro que no podía comprar, con un papelito que parecía un mensaje llegado a tiempo. Pero ¿que iba a hacer?, su cabeza hervía de ideas, y aceleradamente puso el libro en su sitio, y salió sin apenas despedirse. Una vez fuera en la calle, el frío le despejó y esbozó una sonrisa, tratando de adivinar lo que el viejo librero se habría quedado pensando de él. Sería una broma que le había gastado, se preguntó, y el papelito que tenía completamente grabado en su memoria, no hacía más que darle vueltas por la cabeza.

Esa noche, cuando llegó a su casa, después de saludar a su familia, se conectó a Internet y puso en Google: “como averiguar donde venden un número de lotería” y en menos de un cuarto de segundo, ¡¡¡¡zasss!!!! 871.000 resultados y el primero era “Búsqueda del número soñado: Ministerio de Economía y Hacienda”. No lo podía creer, pero pulsó para entrar en la página y sin tener más que buscar encontró: “Teclee el número a localizar”. Pensando si lo que estaba pasando era una jugarreta del destino, introdujo los cinco números y pulsó la casilla que ponía “Consultar”. De nuevo, ¡¡¡¡zasss!!!! , la Administración de Loterías y Apuestas del Estado donde podía adquirir el número estaba en: ¡¡¡Chinchón!!!

Pensando que su familia le iba a tomar por loco, decidió no contar nada y a la mañana siguiente, se fue a la oficina como todos los días. A eso de las diez, después de haber tenido más de mil pensamientos, se atrevió a llamar a la Administración de Chinchón y temiendo lo que le podían decir, preguntó por el número a la mujer que se puso al teléfono. “Que raro”, le contestó esta, “ayer vino un señor desde Cataluña y me compró todos los décimos de este número, excepto tres décimos que les tengo expuestos y que sin querer no se los vendí, ¿les quiere Vd?”.

El corazón de Alberto palpitaba como si se quisiera salir de su pecho. Con voz nerviosa le contestó que SI y que se los guardara. La mujer algo mosqueada, le contestó que como mucho se los guardaba ese día y que cerraban a las ocho de la noche. Alberto le aseguró que iría antes de esa hora y en su cabeza empezó a planificar el viaje. Como solía salir a eso de las seis de la tarde, ¿le daría tiempo? Menos mal que ese día había llevado el coche a trabajar. ¡No podía dejar escapar esta oportunidad!

Aunque al final del día su jefe intentó que le hiciera un trabajo extra, Alberto se disculpó como pudo y salió deprisa de las Oficinas. El viaje hasta Chinchón se le hizo eterno y todo era porque su cabeza giraba como un torbellino por las ideas que sin parar acudían a su mente, ¿le habría guardado la lotera los décimos? ¿Y si no le vendía los tres? ¿Se lo diría al resto de la familia? ¿Con quién iba a compartir la suerte? ¿Y porqué van tan lentos los coches? ¿Y si pillo un atasco y no llego a tiempo?......

Por fin llegó a Chinchón y no le fue muy difícil encontrar la Administración pues todo el mundo sabía donde estaba. Sólo se tranquilizó cuando la buena mujer le vendió los tres décimos y despacio, sin dar explicaciones, salió del local. Se tomó un café en un bar de la antigua plaza, aprovechando el tiempo para llamar a su mujer y decirle que esa noche llegaría más tarde, sin explicar donde se encontraba. Al poco rato, emprendió el camino de vuelta.

Conducía despacio pero sin prestar mucha atención, porque su mente estaba ocupada. Aunque la cifra la conocía de sobra, de nuevo se preguntó a cuánto ascendía la suma si le tocaba el Gordo. Rehizo el cálculo y la cifra total le hizo sonreír: ¡novecientos mil euros!, casi un millón, ¿y qué iba a hacer con tanto dinero? Tampoco era tanto, iba a tener que seguir trabajando, pero empezó a dudar de compartirlo con sus allegados. Dándole vueltas al asunto, llegó a su barrio y algo curioso empezó a ocurrir.

Cuando iba a entrar en su calle, se encontró con que los edificios de viviendas continuaban, ¡qué raro!, pensó, “me he debido pasar la calle”. Volvió en dirección contraria más despacio, y cuando llegó a la altura, en ese sentido también continuaban los edificios. Llegó al siguiente cruce, pensando que se estaba equivocando y dio una vuelta a la manzana para entrar por el otro extremo. Confundido, tampoco encontraba la entrada a su calle, ¡esto no podía estar pasando! Paró el coche y llamó por teléfono a su casa. El teléfono sonaba y sonaba pero nadie lo atendía. Llamó al móvil de su hijo, que era el único de la familia que tenía, y una voz femenina, le decía: “fuera de cobertura”.

Estaba empezando a ponerse nervioso cuando vio que alguien se acercaba. Se bajó del coche le preguntó por su calle y el desconocido le aseguró que llevaba mucho tiempo en ese barrio, y que nunca había oído hablar del nombre de esa calle. Por más señas que le daba, el otro seguía en sus trece, y la prueba era que allí no estaba la calle. Entró en el coche de nuevo y se puso a llamar a sus amigos y conocidos. ¡No podía ser!, ¡todos los teléfonos estaban fuera de cobertura! Desesperado arrancó el coche y se dirigió a la Comisaría de Policía, pensando que allí seguramente le ayudarían. Cuando le contó al guardia que no encontraba su calle, éste le miró pensando qué estupefacientes habría consumido recientemente. Alberto, levantando la voz afirmaba “¡que si, que si, que he perdido mi calle! y no sólo mi calle, ¡también he perdido a mi familia!” Y lo repetía una y otra vez a todo el que se acercaba. Por fin le pasaron al despacho del Comisario y tuvo que contar toda la historia, porque estaba claro que no le creían, respondiendo a las preguntas que le hacían.

“Miré Vd. hombre de Dios”, le decía el Comisario ya algo cansado, “si su calle existiera, tendría que figurar en la Guía, ¿no le parece?

“Pues claro”, contestó Roberto muy seguro pensando en cómo no se le había ocurrido antes.

“Pues vamos a buscar”, y cogiendo una guía de calles, muy serio y circunspecto, el Comisario ojeaba pausadamente las páginas por orden alfabético. “Lo ve, aquí no figura ninguna calle con ese nombre”. “Compruébelo Vd. mismo”.

Alberto, que no se lo podía creer, cogió la guía con fuerza, y se puso a mirar y remirar. Allí no aparecía su calle. Su calle había desaparecido y su familia también.
El Comisario, con cara de pocos amigos, le espetó: “váyase ahora mismo de aquí y como cause algún problema será detenido”.

Alberto sin decir una sola palabra, salió y se montó en su coche. Sin saber a donde dirigirse, acabó volviendo a su querido barrio a seguir buscando su calle, y efectivamente allí no estaba, ni rastro de la misma. Pero su mayor problema era que su familia tampoco. La noche era fría y ya no pasaba un alma por la calle. Sin poderlo evitar, dentro de su coche con la cabeza y brazos sobre el volante, empezó a sollozar al no poder entender que era lo que le estaba ocurriendo. ¡Cómo iba a sobrevivir sin su familia!, ¡sin su casa!, ¡sin todas las cosas que eran parte de su vida! Bueno, no sin todo, tenia tres décimos de lotería que le iban a suponer un buen pellizco, pero con rabia se puso a maldecir la hora en que había entrado en la librería. ¿De qué le valdría tanto dinero si perdía a su mujer y a sus hijos? ¿Y qué iba a ser de su vida? ¡Todo por los malditos novecientos mil euros!

Alberto pensó que había ido en busca de un tesoro que podía ser irreal y sin embargo había perdido el tesoro que era su vida. Allí continuó llorando convulsamente y de repente el ruido del despertador le sobresaltó.

Cuando cobró la conciencia, Alberto se tiró de la cama como con un resorte, tratando de entender lo que había pasado: ¡todo había sido una pesadilla! Se fue al cuarto de baño y se miró al espejo: no pudo por menos de soltar una carcajada pensando que por la noche cuando volviera de su querido trabajo, encontraría todo en su sitio, como debía ser. Por fin respiró aliviado. Su mayor tesoro estaba al alcance de su mano.

Ese día cuando llegó a la Oficina y conectó el ordenador, de pronto, los cinco números vinieron a su mente con una claridad radiante, ¿daría la casualidad de que ese número de lotería le venderían en Chinchón?

Y aquí vienen las preguntas de siempre, ¿pensáis que Alberto se atreverá a comprobarlo? Y si fuera verdad ¿se atrevería a llamar a la lotera?